A veces hay que construir mucho para entender lo que realmente queremos construir.
Cuando empecé mi carrera como arquitecto, lo hice desde lo que creía era el camino correcto: arquitectura comercial. Fraccionamientos, vivienda en serie, desarrollos de gran escala. Y no me malinterpretes, aprendí muchísimo. Aprendí a administrar tiempos, a coordinar equipos, a entender los flujos de diseño y construcción. Aprendí a entregar rápido, a resolver imprevistos, a trabajar bajo presión y, sobre todo, a cumplir metas.
Supervisé casi 800 viviendas. Hice jardines, albercas, casas club… proyectos que parecían especiales, y en muchos sentidos lo eran. Pero algo me hacía ruido.
Con el tiempo entendí qué era: esa arquitectura no tenía alma. Era arquitectura que nacía de un Excel, no de una conversación. De un plano tipo, no de una necesidad real. Me di cuenta de que, cuando se diseña sin pensar en la persona que lo va a habitar, algo se pierde. El espacio se convierte en producto. Y eso, para mí, dejó de tener sentido.

Así que tomé una decisión que cambió todo.
Dejé de hacer 60 casas al mismo tiempo para enfocarme solo en cuatro o cinco proyectos. Proyectos que pudiera mirar de cerca, que pudiera caminar, sentir y evolucionar junto con sus dueños. Proyectos donde pudiera escuchar —de verdad— a las personas. Sus miedos, sus sueños, sus hábitos, su historia. Porque solo así se puede diseñar algo que realmente importe.
Hoy, cada proyecto en el que trabajo es único. No porque lo diga yo, sino porque nace de un proceso profundamente humano. Implementé mi propio sistema basado en Design Thinking, optimizado a mi forma de trabajar. Un método que me permite entender primero, diseñar después, y construir con sentido siempre.
No tengo todas las respuestas. Pero cada proyecto me enseña algo. Cada cliente me transforma un poco. Y cada casa que entrego, sé que lleva algo de mí… pero, sobre todo, mucho de ellos.
Porque al final, volver a empezar no es retroceder: es recordar para qué empezaste.

Deja un comentario